Leyendas del Jaaukanigás: mito del Jacarandá

El jacarandá, del tupí yakar’na (traducido “lugar perfumado”) es un árbol que florece en primavera, al igual que el lapacho, cuyas flores son similares en la forma, pero de distinto color.  La especie más común es Jacaranda mimosifolia, se encuentra ubicada en una familia de plantas llamada Bignoniaceae que incluye 120 géneros con aproximadamente 800 especies emparentadas.  Es un árbol nativo de América del Sur, lo podemos encontrar desde México hasta el centro de Argentina. 

Características

Sus hojas son grandes, compuestas por hojuelas ovales ubicadas en pares opuestos.  Pierde parcialmente el follaje en una determinada época del año.  Puede alcanzar una altura de 12 a 15 metros, con tronco torcido de color café y muy agrietado conforme va envejeciendo. Esta característica es un buen indicador de la edad del árbol, que puede superar los 100 años.

Las flores son de color violeta, tienen forma tubular y se agrupan en racimos. Producen una gran cantidad de néctar, con un olor dulce que atraen a numerosos insectos y aves. El fruto es una cápsula dura y aplanada con forma de castañuela, siendo de color verde en su etapa inmadura y marrón en su etapa madura. En su interior alberga una gran cantidad de semillas planas rodeadas por una estructura transparente en forma de ala.

Usos tradicionales

Se usa como árbol decorativo en la jardinería, su madera sirve para acabado de interiores en carpintería, y con el fruto se elaboran artesanías. Otro uso poco conocido del jacarandá es en la medicina tradicional, donde se utilizan sus hojas, corteza o flores para diversos tratamientos.

La leyenda

La leyenda es de origen guaraní, del tiempo cuando los españoles comenzaron a poblar Sudamérica, trayendo consigo a sus familias. Entre ellos vino a habitar este suelo un caballero que traía consigo a su hija, una jovencita de tez blanca, ojos azules y cabello oscuro. Se instalaron en las afueras de la actual Corrientes, en una reducción donde los jesuitas cumplían su misión evangelizadora. Entre los jóvenes de esa reducción estaba Mbareté, un joven alto, fuerte y trabajador.

Una tarde Pilar, la jovencita española, salió a caminar en compañía de su doncella.  Vio a Mbareté y se enamoró sin remedio. El indio también quedó prendado de su belleza, y buscó la forma de que el jesuita le asignara tareas cerca de las casas, para poder ubicar a la joven.  Pilar, entre tanto, no podía olvidar al joven aborigen.

Para poder acercarse a ella. Mbareté pidió que le enseñaran el castellano.  Cuando tuvo la oportunidad, le habló en español para confesarle sus sentimientos; Pilar, con su cara encendida, sonrió ampliamente y Mbareté supo que era correspondido.  En los encuentros furtivos que pudieron darse, planearon huir juntos, lejos, donde no pudieran encontrarlos.

Mbareté construyó una choza junto al río para ella, y una noche escaparon.  El español buscó intensamente a su hija, y armó un grupo para que lo ayudaran a encontrarla.  En algunos días descubrieron la choza junto al río, donde estaba la feliz pareja.

El padre de la joven, en un arrebato de cólera, apuntó con su arma al Mbareté, Pilar se interpuso cuando su padre disparaba, y se desplomó al recibir el impacto. Otro disparo, y el joven indio cayó sobre el cuerpo de su amada. El padre, dolorido e indignado, abandonó los cuerpos y volvió a la reducción. Al día siguiente, arrepentido, volvió al lugar de la tragedia y donde antes estaban los cuerpos sin vida, se erguía un hermoso árbol de tronco fuerte, cubierto de flores violáceas que se mecían suavemente con la brisa.  Tupá había convertido a Mbareté en ese árbol, y que los ojos de su hija lo miraban desde cada una de las flores violetas y perfumadas del jacarandá.